Valdemar recupera uno de sus primeros títulos publicados.
El escenario: la guerra de los treinta años en Europa central. Caos absoluto. Múltiples estados alemanes enfrentados entre sí; el poder del Sacro Imperio en cuestión, el Imperio Español en decadencia, Francia pujando por recuperar su poderío medieval, Suecia revelándose como nueva potencia, católicos contra protestantes y Calvinistas, Bohemia ofreciendo su corona a varios candidatos, Austria dividida y ejércitos de mercenarios y desertores arrasando todo a su paso. Recordemos que, allí donde países como Francia o Inglaterra fueron cohesionándose lentamente durante la edad medieval en torno a la figura del monarca, el de Emperador era un cargo electo entre los príncipes electores; para ser elegido, el candidato necesitaba primero ser nombrado como “Rey de los Romanos”, y luego coronado por el Papa. Para obtener el nombramiento normalmente tenía que hacer concesiones a los otros electores, lo que fomentaba la dispersión del poder, la ausencia de un poder centralizado y la existencia de innumerables estados soberanos bajo el imperio, cada uno con su propia identidad; el Emperador acaba sustentando su fuerza en sus propios estados hereditarios más que en aquellos que obtenía al lograr la corona imperial. Naturalmente, cuando lo lograba su dinastía estaba en buena posición para asegurarse –conspirando y sobornando– que tras la muerte del emperador fuera nombrado Rey de los Romanos su heredero y el trono quedara en la familia. En 1619, el trono Imperial pertenecía a la rama Austríaca de los Habsburgo; reinaba Fernando II, que acababa de recibir el reino de Bohemia y la elección como Emperador tras la muerte de su primo hermano. Fernando, a diferencia de sus antecesores, era poco tolerante con las diferencias religiosas; ferviente católico, quiso imponerlo en Bohemia, que era mayoritariamente protestante. Bohemia no lo aceptó, ni le aceptó a él como rey, y aquí estalló el conflicto.
Los Habsburgo Españoles apoyaron al Emperador, más adelante Dinamarca se metió por medio, Suecia quería los estados alemanes a las orillas del Báltico, y como una bola de nieve rodando por una colina, un asunto interno del Sacro Imperio acabó convertido en una bola enorme que implicaría toda Europa. Así empezó la Guerra de los Treinta Años, a lo largo de la cual fueron sumándose aún más bandos. Francia tuvo una intervención decisiva hacia el final, de la mano de nada menos que el Cardenal Richelieu, quien quería disminuir el poder de los Habsburgo en Europa.
Al final del conflicto y tras la paz de Westfalia, el equilibrio de poder había cambiado radicalmente. Era el inicio del declive del sacro imperio, la pérdida de poder de los Habsburgo, cuya rama española quedó muy tocada, y sobre todo, la recuperación de Francia como principal potencia europea continental e Inglaterra como potencia marítima.
Es un contexto histórico que por su oscuridad resulta idóneo como ambiente para una novela gótica. En el invierno de 1633 parecía haber esperanzas de un armisticio, como tradicionalmente sucedía en los meses más fríos. Era un breve lapso para la esperanza, salvo en la Klosterheim de Thomas de Quincey, el inglés comedor de opio. Quincey inventa una ciudad imaginaria que, sin embargo, resulta perfectamente creíble, acorde en todos los detalles a como solían ser las ciudades de la Alemania del siglo XVII. Klosterheim es una ciudad paranoica: años de guerra la han encerrado más en sí misma de lo que las murallas nunca consiguieron. Los territorios alemanes, alrededor de ciudades como Klosterheim, debían parecer en aquel entonces una recreación de El triunfo de la muerte de Brueghel. Es comprensible que la gente viviera con un temor constante y en un estado de gran estrés. Digo esto porque para disfrutar esta novela tenemos que ponernos en este marco mental: es un momento complicado, el politiqueo lo domina todo, hay infinidad de bandos y sensibilidades, y todas llevan cociéndose dentro de las murallas de Klosterheim durante años. El conflicto religioso está presente; la autoridad de diferentes señores se solapa al clásico estilo del Sacro Imperio. Por muy aislada que esté, por mucho que se haya librado de lo peor del conflicto, los habitantes de Klosterheim también se han posicionado en un bando o en otro, a favor o en contra del Emperador.
Como es una novela gótica, hay un héroe, una heroína y un villano. Y una presencia, la máscara, que les acosa e inspira el temor a la ciudad entera. A Maximiliano, el héroe, nos lo presentan como un típico héroe romántico, un dechado de virtudes y apostura, enfrentado a la injusticia y al tirano; a ella, Paulina, la pintan como una dama de alcurnia, embelesada por la visión de su amado, decidida y capaz pero muy constreñida por las convenciones con las que ha sido educada. ¿Y el tirano? El Landgrave es un calco de tantos otros: ambicioso, traidor, corrupto y aliado en secreto con los suecos en contra del Emperador; no hay en su figura ningún rasgo que se pueda salvar ante los ojos del lector.
Y así, solo queda la máscara, es el misterio que ronda Klosterheim. Como un antecesor del héroe encapuchado, domina la ciudad durante la noche tal y como lo hace el Landgrave durante el día: sus apariciones son breves, sus motivaciones una incógnita, aunque su lucha parece la de todo justiciero al margen de la ley: combatir al corrupto, por lo menos al principio. El desconcierto crece cuando no son solo los partidarios del Landgrave los que sufren su acoso, también los leales al Imperio agrupados en torno a la universidad. Empieza a parecerse más al Conde de Montecristo, arrasando con todo en una campaña de venganza, que a un V capaz de distinguir entre buenos y malos. Tras su visita, la gente, sus víctimas, simplemente desaparecen y nadie sabe como. ¿Es un ser sobrenatural? ¿Un prodigioso agente de alguna de las fuerzas en pugna?
Como novela gótica, que no es un género que disfrute particularmente, no me parece que ésta destaque en especial; cuando uno piensa en lo mejor de la literatura gótica enseguida recurre a Melmoth el errabundo, Los misterios de Udolfo y El monje, la santísima trinidad gótica, todas editadas por Valdemar. Su renombre le viene más que nada por quien la firma, y de Quincey era ensayista, no novelista. Aquí se nota, porque la primera parte es farragosa: el camino de Paulina hacia Klosterheim, escoltada por Maximiliano, hostigados por la amenaza del mercenario Holkerstein. Va mejorando pasado este primer bache, y desde la primera aparición de La Máscara y el inicio de las intrigas entre el Landgrave y sus opositores la cosa mejora. El elemento del horror no está muy presente en Klosterheim, o La Máscara: hay algunos momentos que provocan cierta inquietud, se usa un tono teatral que puede resultar tétrico, pero la destacaría más que como novela de terror como obra mas o menos histórica. Su ambientación, el escenario de la Guerra de los Treinta Años y, en general, la historia de esta entidad única en el mundo que fue el Sacro Imperio me fascina, y no conozco muchas obras que se enmarquen en este contexto. Contiene algunos elementos propios de la novela negra: la trama de fondo, el misterio, realmente se puede resolver si uno se para a pensar y los cabos que proporciona de Quincey se pueden atar sin que al final, tras la resolución, uno se sienta engañado, llevado por falsas pistas.
En resumen, otra buena propuesta de Valdemar, aunque en este caso se trate de una reedición de uno de sus primeros libros (el segundo, nada menos, que editaron en la colección “Gótica”) y no estrictamente de una novedad.
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Hace mucho tiempo que no oyes el suave sonido de la pluma rasgando el pergamino, así que busca en la estantería más cercana y recita los versos apropiados, pero sé cuidadoso o terminarás en la sección prohibida. ¡Por Crom! Los dioses del acero te lo agradecerán.