Félix J. Palma se ha dado a conocer a nivel mundial por su aún inacabada trilogía victoriana formada hasta el momento por El mapa del tiempo (Algaida, 2008) y El mapa del cielo (Plaza & Janés, 2012). A la espera de su conclusión con un nuevo “mapa”, somos muchos los que hacemos cábalas con el posible título, los posibles personajes que se mezclarán en la trama y algunas incógnitas más. Aparte de la magnífica localización de la historia y el enrevesado argumento repleto de innumerables giros que te dejan con la boca abierta, sus novelas destacan por una prosa inigualable, la que me hace definirle como un auténtico mago de las palabras. Pero lo cierto es que Palma destaca en otra faceta literaria que pasa bastante más desapercibida que sus novelas: es un excelente cuentacuentos. Me gustaría recomendar por ejemplo El menor espectáculo del mundo (Páginas de Espuma, 2010) para que vierais que tengo razón. Historias humanas totalmente desmarcadas de lo que puede ser la tónica principal de sus aclamadas novelas, eso sí, manteniendo en todo momento esa belleza única que solo él sabe dar a las palabras.
ACTUALIZADO: El broche final de la trilogía victoriana del autor será finalmente El mapa del caos. En este enlace pueden verse todos los detalles, así como la portada en alta resolución.
Félix ha tenido el detalle de querer compartir con nosotros uno de sus relatos cortos de ficción. Simplemente deciros: ¡Disfrutadlo!
Érase una vez una princesa de ojos del color del mar embravecido y cabellos de oro viejo. Una princesa que sin dejar de ser princesa se dejaba acariciar como una gata sumisa por mis manos de labriego y, a veces, cuando una bandada de cuervos le cruzaba la mirada, me buscaba con urgencia y tiraba de mí hacia un reino desconocido con pericia de ramera. Una princesa que era infeliz porque debido al hechizo de un malvado brujo nunca podría ser enteramente mía. Una princesa que, desnuda en la humilde crisálida de mis brazos, me susurraba siempre las mismas preguntas, y yo respondía siempre que sí, que la amaba de verdad, que la amaba como nunca había amado a nadie, que haría sin dudarlo cualquier cosa que ella me pidiese. Cualquiera.
Una princesa que me dio una daga plateada y me dijo que nuestra felicidad aguardaba en la punta de su hoja.
Una princesa que era todo lo que yo tenía.
El brujo moraba en un pequeño castillo a las afueras de la comarca, al borde de un acantilado que se abría al vacío de un mar probablemente atestado de monstruos. A aquellas horas, las lechuzas dormían, la luna brillaba plena y una sombra huidiza sorteaba el muro y se deslizaba entre los árboles, llorosos de otoño, con una daga de plata sedienta de felicidad quemándole el pecho. Fue encontrar la ventana indicada e irrumpir en su cubil con ojos de animal de monte. Fue atravesarle el corazón antes de que pudiera comprender y verle volverse rígido sobre la mesa, sorprendido por una muerte intempestiva y mísera, esparciendo papiros y cartografías celestes sobre la alfombra. Fue cerrarle los ojos con unos dedos asesinos que también entendían de piedad. Aullaban las lechuzas, la luna brillaba plena y una sombra huidiza corría entre los árboles, llorosos de otoño, sin mostrar sorpresa ante ese regusto amargo con el que a veces la felicidad lastima el paladar.
Sin dejar de correr hacia el muro, pude ver a los sicarios del brujo arremolinándose tras la piedra, dispuestos a lo largo de la calle como un ejército de piezas de ajedrez. Pude oír cómo sus gritos rasgaban la noche, demandando una rendición que era desmentida por sus ballestas prestas y hambrientas, y no me detuve porque no había vuelta atrás, porque correr era la única opción, porque mi destino ya había sido acordado por otros desde mucho antes y aún quedaba tierra para mis Adidas. Recibí una saeta en el pecho cuando ya tenía medio escalado el muro. Y tuve tiempo de absorber dos impactos más mientras admiraba el brillo fantasmagórico de la luna. La última de ellas me hizo caer hacia atrás y enterrar un rictus de dolor en la hojarasca.
Oí cómo la cancela era brutalmente descorrida y los maderos se desplegaban por el jardín, en busca de algún socio inexistente. El sangriento resplandor de las sirenas emborronaba de tragedia un mundo que la luna ya envolvía en papel de plata. Mientras me esposaban pude verla a ella, clavada en la puerta de la mansión con un camisón celeste, fingiendo un sueño interrumpido, luciendo la misma mirada desamparada con la que se había dirigido a mí en el bar hacía ya meses, haciéndome pensar en las princesas de los cuentos de hadas mientras se dejaba invitar a una copa.
4 comentarios
Me encanta, menuda chulada. ^^ Y qué majo es Félix J. Palma. *.*
Sugerente cuento, prosa poética y bella.
Estupendo texto...
Estupendo texto...
Hace mucho tiempo que no oyes el suave sonido de la pluma rasgando el pergamino, así que busca en la estantería más cercana y recita los versos apropiados, pero sé cuidadoso o terminarás en la sección prohibida. ¡Por Crom! Los dioses del acero te lo agradecerán.