Para leer a Palahniuk uno debe estar dispuesto a tragar con todo lo anterior y armarse de paciencia, porque debajo de toda la mugre hay una sátira brillante. Tanto excremento que continuamente cubre a todo el mundo no es más que metáfora pura de una sociedad hipermaterialista, sin rumbo y perdida, sobre todo el reflejo de la clase dominante, ese 1% que concentra la mayor parte de la riqueza del mundo. Su consumismo sin límites —el nuestro en general — genera una ilimitada cantidad de residuos entre los que, literalmente, nos revolcamos, aunque no de forma tan evidente como los personajes —que llegan a fundir la gran isla de porquería del Pacífico para construirse una Atlántida, tierra prometida sin impuestos para los millonarios—, pero de un modo insidioso, respirando el humo de la industria, comiendo pesticida y químicos varios y bañándonos en las mismas aguas donde arrojamos toda la porquería del alcantarillado, por mencionar solo el más inocuo de los residuos que acaban en el mar.
Este festival de desechos, esta sátira del consumismo es la continuación del best seller de la temporada pasada, Condenada, donde Palahniuk introducía el personaje de Madison Spencer, una adolescente inteligente y precoz —y precozmente muerta— en su llegada al infierno.
Madison es una adolescente al uso, y como tal, rebelde; no encaja en el sistema, y tanto da si el sistema es el microverso de los usos y costumbres familiares —deformado a lo Palahniuk para encarnar las excentricidades de la vida de una pareja de multimillonarios— como el infierno mismo. Al frente de un variopinto grupo de amigos que va reclutando por el camino, Madison cruza el tártaro con el estandarte de la rebelión, y cual misionero en tierras vírgenes convierte a los condenados a su causa. Al final de aquella primera novela descubre que en la capital infernal la principal ocupación consiste en convertirse en un teleoperador destinado a pasar toda la eternidad llamando a los vivos para ofrercerles nuevas tarifas en sus servicios de telefonía, ofertas de productos bancarios y ventas de objetos de teletienda. Así logra contactar con sus padres y les devuelve la esperanza, que habían perdido por completo tras la muerte prematura de su unigénita.
Pero la cosa se complica en esta segunda novela, y de qué manera. Los padres de Madison, exitoso empresario él, rutilante estrella de Hollywood ella, han interpretado la llamada de Madison como la prueba irrefutable de la existencia de la otra vida y usando su enorme influencia ponen en marcha una nueva religión basada en lo iconoclasta y lo soez.
Mientras tanto, Madison ha quedado atrapada bajo la forma de un fantasma en el mundo material, condenada a presenciar unos eventos que parecen conducir al fin del mundo, usando su nombre como estandarte y con una capacidad para intervenir muy limitada. El autor lo aprovechará para introducir recuerdos en forma de flashback que parecen apuntar a que todo en la vida de Madison estaba predestinado, orientado por fuerzas superiores (divinas o infernales) a un final aún por descubrir y que, suponemos, se nos revelará en la tercera y última entrega de la trilogía.
El desarrollo de Maldita me parece un poco irregular. No estoy seguro de hasta que punto tenía planeado Palahniuk el convertir a Madison en protagonista de una trilogía. Algunas partes me chirrían en relación a como encajan con el primer libro, y otras muchas me parecen repetitivas. Los personajes, siendo intencionadamente parodia, no necesitan un desarrollo creíble, pero aún así ciertos cambios bruscos en algunos de ellos son demasiado forzados. No estoy seguro de poder recomendar la trilogía hasta que, precisamente, culmine y pueda leer el tercer libro y constate si queda bien cerrada o no. La sátira, incluso la de Palahniuk, también necesita cierta estructura: el primer libro la tenía, el segundo no. El segundo va a la deriva, da muchas pistas y abre muchas tramas y cierra o trabaja muy pocas; veremos si se cierran o quedan en el aire. Maldita puede tratarse de una de las obras más ambiciosas de su autor, o de su exceso más trasnochado e innecesario.
Traducción de Javier Calvo Perales
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