Se supone que esa literatura que dábamos en la asignatura estaba especialmente dedicada a fomentar el interés por la lectura, pero conmigo no hizo efecto alguno. No solo no leía lo que me mandaban en clase, sino que para mi se convirtió en algo cercano a una fobia. Aborrecía todos y cada uno de los libros que me obligaban leer. No había nada peor que ese aciago momento, cuando a principio de año, el profesor de turno repartía un papel con todo el temario a impartir con una escueta lista de las lecturas obligatorias apelotonadas al final, como si no tuviese más remedio que incluírlas casi en el último minuto antes de entrar a clase. Esto no es que fuese cosa de mi inmadurez, ya que la sensación de la que os hablo se expandió cual Blandi Blub maligno a lo largo de todos mis años dentro del sistema educativo. Con doce años me hicieron leer La Celestina y La casa de Bernarda Alba; con catorce, intentaron que leyese Don Quijote de la Mancha y con dieciséis me encomendaron la ardua tarea de leer los poemas de Bécquer y las coplas de Jorge Manrique a su padre muerto. No puedo negar que son grandes clásicos de la literatura española, pero a mi no me convencían, no me picaba la curiosidad para nada. Lo que sí lo hacía eran las brumas sobre las landas de Etten, los árboles espesos de Lothlórien, la presencia ignominiosa del Rey Brujo de Angmar y la lucha de Frodo por llevar el Anillo Único al Monte del Destino. También me cautivaba la lucha interna de Paul, Kim y Davor en "El tapiz de Fionavar" cuando debían encontrar su lugar en un mundo completamente opuesto al suyo, lleno de magia y dioses. Pese a que mis profesores intentaran marcarme un rumbo firme por el que seguir, yo prefería leer las descripciones de un universo plagado de djinns en la trilogía "La rosa del profeta" o de cómo Bimbiniqegabenik —Binabik para los amigos— montaba a un perro al estilo de Sir Didymus en Dentro del laberinto como quien monta a un caballo, para ayudar a derrotar al malvado Ineluki en "Añoranzas y Pesares".
Un día, el "psicólogo" de mi instituto me llamó a tutoría. Se había enterado de qué tipo de literatura me gustaba y decidió echarme un rapapolvo. Me dijo que era bueno leer, y que era fantástico pensar que una niña de mi edad —por aquel entonces tenía trece años—, tuviese un buen hábito que marcase claramente su futuro, pero que quizás no había elegido correctamente. Me preguntó si tenía problemas en casa y me aseguró, con cara de santo, que si había algo sobre lo que me interesase hablar estaría encantado de escucharme. Le dije que no solo no tenía ningún problema, sino que no entendía a qué se refería ni qué tenía eso que ver con lo que me gustaba leer. Le dije que a ninguna niña de doce o trece años le debería gustar La Regenta o La Celestina, como fue mi caso, porque para nada conseguía empatizar conmigo. Aprovechando el momento le dije que deberían incluir una hora a la semana únicamente para hablar de literatura donde se explicasen los diferentes géneros y se le ofreciera a los alumnos una guía eficiente para que pudiesen encontrar aquello que les convertiría en fieles lectores durante el resto de sus vidas. Envalentonada con la cara de pasmo del "psicólogo", di el último tajo mortal cuando aseguré que si se seguía enseñando literatura con esa indiferencia hacia la lectura, sin pensar en los alumnos, lo que se conseguiría sería justo lo contrario: eliminar futuros lectores. (Por cierto, he de añadir que años más tarde, me encontré a ese mismo psicólogo en el estreno de Las dos torres con sus tres hijos, pero no se me ocurrió darle mi pésame por su supuesta pésima situación familiar).
Es evidente, ahora que tengo casi veinte años más, la necesidad imperiosa que obligatoriamente debe tener el sistema para que los jóvenes tengan contacto con los clásicos de nuestra literatura, y cierto es que deberían leer en clase aunque solo sean fragmentos de esas obras que terminaron marcando poderosamente una época y que forma parte de nuestra herencia, al igual que se estudian acontecimientos históricos o las distintas partes del cuerpo humano. No obstante, sigo sin entender la razón por la cual hay chavales que acaban el instituto y que no saben qué es la novela negra, la ciencia ficción o la novela de terror, géneros que para ellos suelen destacar únicamente en el mundo del celuloide; mucho más en los últimos años en los que la novela juvenil parece haberse lanzado al rescate de ese sindicato de guionistas tan quemado.
Siempre he tenido la sensación de que quizás la literatura que damos en nuestro país se parezca más a esos videojuegos lineales en los que hay una falsa sensación de libertad; ese juego en el que, si tienes alguna idea que se salga de lo establecido que te impulsa a querer explorar tu entorno, inserta de forma instantánea una pared invisible que no permite salir del camino construido por los programadores. Es evidente que cada vez hay más maravillosas excepciones, de profesores que luchando contra viento y marea —lucha seguramente motivada por su propio amor a los libros y a la lectura—, deciden probar nuevas opciones para tratar de descubrir a sus alumnos un mundo infinito donde podrán viajar, aprender y de paso conocer a personas afines que sientan lo mismo que ellos y con los que mantener largas y fructíferas charlas. Incluso hay quienes gracias a esta pasión se lanzan a escribir, con el corazón henchido de orgullo al pensar que si lo hacen bien, quizás el futuro les trate con benevolencia —o con justicia—y les deje ganarse la entrada en ese Olimpo de escritores que después pasarán a formar parte de esas clases de literatura con las que tanto se aburrían tiempo atrás.
Lo que creo que deberíamos tener siempre en cuenta es que quizás no le estamos dando a la lectura el rincón que se merece. Posiblemente deberíamos exigir que se hable de nuevos autores españoles o incluso de autores extranjeros que ofrezcan alternativas a la hora de elegir una lectura. ¿Hay alguna razón por la que los estudios en nuestro país deban de limitarse a nuestras fronteras, a nuestra ciudad o a nuestro idioma? Sinceramente, creo que hablar de las obras que se escribían a finales del siglo XV o a mediados del siglo XVIII debería dejarse para esas clases en las que de verdad se imparta literatura, y organizar los planes de estudios para que al menos una vez a la semana se de una clase que bien podría llamarse "Lectura" o "Iniciación a la lectura". Sería fantástico poder conseguir que la relación de los jóvenes con los libros no fuese de conveniencia, utilizando siempre la lectura como un comodín para conseguir más puntos de cara a la nota final o como una manera de aprobar el curso cual muleta en la que apoyarse con la que suplir ciertas carencias. Lo ideal sería lograr que la lectura se realizase por amor, ya que al fin y al cabo esto es un asunto propio del corazón, tal y como ya sabemos todos los que bebemos los vientos por los libros y la lectura. La que nos alza en volandas cuando más lo necesitamos, la que es capaz de ahondar en nuestra alma, aquella que es capaz de descubrirnos mundos insondables y la que incluso puede llegar a hacernos descubrir a la persona con la que compartiremos nuestro amor por ella hasta el fin de nuestros días.
Porque como bien decía Jorge Luis Borges:
El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta "el modo imperativo.
Imagen: Spells are Hard de Justin Gerard
comentarios
Las cosas están cambiando, bastante además. Borges es Jorge, por cierto
Hace mucho tiempo que no oyes el suave sonido de la pluma rasgando el pergamino, así que busca en la estantería más cercana y recita los versos apropiados, pero sé cuidadoso o terminarás en la sección prohibida. ¡Por Crom! Los dioses del acero te lo agradecerán.