La novela de fantasía autoconclusiva de Naovi Novik llega a las librerías a principios de marzo.
La novela no forma parte de ninguna saga, se puede leer de forma totalmente independiente y tiene numerosas referencias a leyendas y cuentos populares. La edición será en tapa dura con sobrecubierta, tendrá 688 páginas y un precio de 19,50 doblones (10,99 en digital).
Podéis a continuación engancharos a Un cuento oscuro leyendo el primer capítulo de la novela.
Nuestro Dragón no devora a las niñas que se lleva, digan lo que digan las historias que cuentan fuera del valle. A veces las oímos en boca de los viajeros que vienen y van. Hablan como si estuviéramos haciendo sacrificios humanos, y como si él fuese un dragón de verdad. Por supuesto que tal cosa no es cierta: por muy mago e inmortal que sea, sigue siendo un hombre, y nuestros padres se unirían y lo matarían si quisiera comerse a una de nosotras cada diez años. Él nos protege contra el Bosque, y nosotros se lo agradecemos, pero no tanto.
No, en realidad no las engulle; sólo da esa sensación. Se lleva a una muchacha a su torre y diez años después la deja marchar, pero para entonces la joven es alguien distinto. Sus ropas son demasiado elegantes, habla como una cortesana y ha estado diez años viviendo con un hombre a solas, así que, por supuesto, se ha echado a perder, por mucho que todas las chicas digan que él jamás les ha puesto la mano encima. ¿Qué otra cosa po- 4 drían decir? Y eso no es lo peor... Al final, cuando las deja marchar, el Dragón les entrega una bolsa llena de plata a modo de dote para que cualquiera esté encantado de casarse con ellas, perdidas o no.
Pero ellas no desean casarse con nadie. Ni siquiera se quieren quedar.
—Se les olvida cómo vivir aquí —me dijo mi padre una vez, de manera inesperada.
Yo iba sentada a su lado en el pescante de la carreta, grande y vacía, de camino a casa tras repartir la leña de la semana. Vivíamos en Dvernik, que no era la mayor aldea del valle, ni la más pequeña, ni la más cercana al Bosque: estábamos a once kilómetros de distancia. El camino, sin embargo, nos llevaba por una alta montaña, y, en un día claro, desde la cima se podía seguir el curso del río hasta la franja de tierra calcinada de color gris pálido en el lindero frontal, y la sólida y oscura muralla de árboles más allá. La torre del Dragón estaba lejos, en dirección contraria: una pieza de caliza blanca insertada en la base de la cordillera de poniente.
Yo era todavía muy pequeña, no tenía más de cinco años, creo, pero ya sabía que nosotros no hablábamos sobre el Dragón, ni sobre las chicas que se llevaba, así que se me quedó grabado cuando mi padre quebrantó la norma.
—Se acuerdan de tener miedo —dijo mi padre. Eso fue todo. Después chasqueó la lengua dirigiéndose a los caballos, que siguieron avanzando montaña abajo y se adentraron de nuevo entre los árboles.
Eso no tenía mucho sentido para mí. Todos temíamos el Bosque, pero el valle era nuestro hogar. ¿Cómo puede uno abandonar su hogar? Y, sin embargo, las chicas nunca se quedaban cuando volvían. El Dragón las dejaba salir de la torre, y ellas regresaban con sus familias por un breve tiempo, una semana, o a veces un mes, nunca mucho más. Cogían entonces su bolsa llena de plata y se marchaban. Se dirigían principalmente a Kralia, e iban a la Universidad. La mitad de las veces se casaban con algún hombre de la urbe y, si no, se convertían en académicas o en tenderas, aunque la gente cuchichease sobre Jadwiga Bach, a quien se llevó sesenta años atrás, y que se convirtió en cortesana y en la amante de un barón y un duque. Aun así, para cuando yo nací Jadwiga sólo era una mujer mayor y rica que le enviaba unos espléndidos regalos a sus sobrinos nietos y nunca iba a visitarlos.
De manera que no se trata ni mucho menos de entregar a tu hija para que se la coman, pero tampoco es un motivo de alegría. No hay tantas aldeas en el valle como para que las probabilidades sean muy bajas; sólo se lleva a una chica de diecisiete años, nacida entre un mes de octubre y el siguiente. Había once chicas para elegir en mi año, y esas probabilidades son peores que las de jugar a los dados. Todo el mundo dice que se quiere de un modo distinto a una chica nacida bajo el Dragón conforme se va haciendo mayor; no lo puedes evitar, consciente como eres de la facilidad con que puedes perderla, pero no era así para mí, para mis padres. Cuando tuve la edad suficiente para entender que se me podría llevar a mí, todos sabíamos ya que se llevaría a Kasia.
Únicamente los viajeros de paso, que no lo sabían, felicitaban a sus padres o les comentaban lo hermosa que era su hija, o qué inteligente, o qué encantadora. El Dragón no siempre se llevaba a la chica más guapa, pero siempre se llevaba a la más especial, de alguna manera: de haber alguna que fuese con mucho la más guapa, o la más brillante, o la mejor bailarina, o especialmente agradable, él siempre se las arreglaba para elegirla aunque apenas intercambiase una palabra con las muchachas antes de elegir.
Y Kasia era todas esas cosas. Tenía una melena trigueña que lucía en una trenza hasta la cintura, unos ojos de un cálido color castaño, y su risa era como un cántico que te daban ganas de entonar. Siempre se le ocurrían los mejores juegos, y era capaz de inventarse historias y nuevos bailes que llevaba en la cabeza. Sabía cocinar para un banquete, y cuando hilaba la lana de las ovejas de su padre, el hilo salía de la rueca suave y sin el menor nudo o enredo.
Sé que la estoy haciendo parecer como salida de un cuento, pero era justo al revés. Cuando mi madre me contaba los cuentos de la princesa hilandera, la valiente pastora de los gansos o la doncella del río, yo me las imaginaba a todas un tanto parecidas a Kasia; ésa era la idea que me había formado de ella. Y yo no tenía la edad suficiente para ser sabia, así que la quería más, no menos, porque sabía que pronto se la llevarían de mi lado.
A ella no le importaba, decía. También era intrépida: su madre, Wensa, ya se ocupó de ello.
—Tendrá que ser valiente —recuerdo haberle oído decir una vez mientras empujaba a Kasia para que trepase a un árbol del que ella se apartaba llorando entre los brazos de mi madre.
Vivíamos sólo a tres casas la una de la otra, y yo no tenía hermanas, únicamente tres hermanos mucho mayores que yo. Kasia era para mí la más querida. Jugábamos juntas desde la cuna, primero en las cocinas, manteniéndonos apartadas de los pisotones, y después en la calle delante de nuestras casas, hasta que pudimos echar a correr solas por los bosques. Yo nunca quería quedarme bajo techo cuando podíamos correr de la mano bajo las ramas. Me imaginaba a los árboles inclinando los brazos para protegernos. No sabía cómo iba a aguantarlo cuando el Dragón se la llevase.
Mis padres tampoco habrían temido por mí, no mucho, aunque no hubiera estado Kasia. A los diecisiete, yo era una chica escuálida con pinta de potrilla, los pies grandes y el pelo castaño enredado y sucio, y mi único don, si se le puede llamar así, consistía en ser capaz de romper, manchar o perder cualquier cosa que llevara puesta en las horas que transcurren en un solo día. Mi madre me consideró un caso perdido a los doce años, y me dejaba correr por ahí vestida con prendas heredadas de mis hermanos mayores, excepto en los días de fiesta, cuando me obligaban a cambiarme de ropa tan sólo veinte minutos antes de marcharnos de casa y me sentaban en el banco de delante de la puerta antes de irnos a misa. Aun así, no estaban seguros de que llegase a los prados comunales de la aldea sin haberme enganchado en una rama o haberme salpicado de barro.
—Tendrás que casarte con un sastre, mi pequeña Agnieszka —me decía mi padre entre risas cuando llegaba por la noche a casa de los bosques y yo corría hasta él con la cara mugrienta, no menos de un agujero en la ropa y sin pañoleta.
De todas formas me cogía en brazos y me besaba; mi madre sólo suspiraba un poco: ¿qué padre lamentaría unos cuantos defectos en una hija nacida bajo el signo del Dragón?
Nuestro último verano antes de la elección fue largo, cálido y estuvo lleno de lágrimas. Kasia no lloró, pero yo sí. Nos quedábamos hasta tarde en los bosques, estirando cada día hasta donde podíamos, y después regresaba a casa hambrienta y cansada y me iba directa a tumbarme en la oscuridad. Mi madre entraba y me acariciaba la cabeza, cantando en voz baja mientras yo lloraba hasta quedarme dormida, y me dejaba un plato de comida junto a la cama para cuando me despertase hambrienta en plena noche. Aparte de eso, no trataba de consolarme: ¿cómo podría? Las dos sabíamos que, al margen de cuánto quisiera ella a Kasia y a su madre, no podría evitar sentir un pequeño nudo de alegría en el estómago: no mi hija, no mi única hija. Y, por supuesto, yo no hubiera querido que ella se sintiese de otro modo.
Todo se había reducido a Kasia y yo juntas, prácticamente el verano entero. Cuando éramos pequeñas, íbamos con el grupo de niños de la aldea, pero al hacernos mayores, y Kasia más guapa, su madre le dijo:
—Será mejor que no veas mucho a los chicos, mejor para ti y mejor para ellos. Aun así, yo seguí con ella, y mi madre les tenía el suficiente cariño a Kasia y a Wensa como para no intentar despegarme, aunque supiese que al final me dolería más.
El último día, encontré para nosotras un claro en el bosque donde los árboles conservaban las hojas, en tonos dorados y rojo fuego, que susurraban en lo alto, sobre nuestras cabezas, con castañas maduras por todo el suelo alrededor. Hicimos una pequeña hoguera con ramitas y hojas secas para asar unas cuantas. El día siguiente sería el primero de octubre, y se celebraría la gran fiesta para honrar a nuestro patrón y señor. Vendría el Dragón.
—Estaría bien ser un trovador —dijo Kasia, tumbada boca arriba con los ojos cerrados. Tarareaba ligeramente con la boca cerrada: un músico ambulante había venido para el festival, y aquella mañana había estado ensayando sus canciones en el prado. Los carros del tributo habían ido llegando a lo largo de toda la semana—. Ir por toda Polnya y cantar para el rey.
Lo había dicho pensativa, no como una niña que habla de sus sueños; lo había dicho como alguien que de verdad está pensando en marcharse del valle, en irse para siempre. Extendí la mano y agarré la suya.
—Vendrás a casa todos los solsticios de invierno —le dije—, y nos cantarás todas las canciones que has aprendido. —Nos quedamos fuertemente cogidas de la mano, y no me permití recordar que las chicas a las que se llevaba el Dragón nunca querían regresar.
Por supuesto que en aquel momento yo sólo sentía un odio atroz hacia él, pero no era un mal señor. Al otro lado de las montañas del norte, el barón de las Marismas Amarillas mantenía un ejército de cinco mil hombres para participar en las guerras de Polnya, y un castillo con cuatro torres, y una esposa que lucía joyas del color de la sangre y una capa de piel de zorro blanco, todo ello a costa de unos dominios que no eran más ricos que nuestro valle. Un día a la semana los hombres tenían que ir a trabajar los campos del barón, que eran las mejores tierras, y él se quedaba con aquellos de sus hijos más aptos para su ejército, y con todos esos soldados deambulando por ahí, las muchachas debían permanecer encerradas y en compañía una vez se hacían mayores. Y ni siquiera él era un mal señor.
El Dragón sólo tenía una única torre, sin un solo hombre armado ni un sirviente aparte de la chica que se llevaba. A él no le hacía falta mantener un ejército: el servicio que le prestaba al rey era el de su propio trabajo, su magia. Tenía que ir a la corte de vez en cuando para renovar su juramento de lealtad, y supongo que el rey podría haberlo llamado a la guerra, pero, en su mayor parte, su deber consistía en quedarse y vigilar el Bosque, y en proteger al reino de su malicia.
Su única extravagancia eran los libros. Nosotros éramos muy leídos para ser unos aldeanos, porque él pagaba verdadero oro por un solo y magnífico volumen, así que los libreros ambulantes se acercaban hasta aquí a pesar de que nuestro valle se encontraba en los mismos límites de Polnya. Y ya que venían, llenaban las alforjas de las mulas con todos los libros raídos o los más baratos que tenían y nos los vendían a nosotros a cambio de unos peniques. Incluso la casa más pobre del valle mostraba con orgullo al menos dos o tres libros en las paredes.
A cualquiera que no viviese lo bastante cerca del Bosque para entenderlo, todas estas cosas le podrían parecer insignificantes, menudencias, lejos de ser motivo para renunciar a una hija. Pero yo había vivido aquel Verano Verde en el que un viento cálido transportó el polen del Bosque un largo trecho hacia el oeste, valle adentro, sobre nuestros campos y jardines. Los cultivos crecieron con una rabiosa exuberancia, pero también de un modo extraño y contrahecho. Cualquiera que los probase enfermaba de ira, atacaba a su propia familia y, al final, acababa echando a correr hacia el Bosque y desaparecía si no lo ataban.
Yo tenía seis años en aquella época. Mis padres trataron de protegerme tanto como pudieron, pero aun así recordaba de manera muy vívida el sudor frío que el miedo despertaba por todas partes, lo atemorizado que estaba todo el mundo y el constante aguijonazo del hambre en la barriga. Para entonces ya habíamos dado cuenta de las últimas reservas del año, confiando en la primavera. Un vecino nuestro, loco de hambre, se comió unas judías verdes. Recuerdo los gritos que salieron de su casa aquella noche; me asomé a la ventana y vi cómo mi padre salía corriendo a echar una mano y cómo cogía la horca de la mies del lugar donde ésta descansaba, contra la pared de nuestro cobertizo.
Un día de aquel verano, demasiado pequeña como para entender bien el peligro, me escapé de la vigilancia de mi agotada y famélica madre y eché a correr hacia los bosques. Encontré una zarza medio muerta en un rincón resguardado del viento. Metí la mano entre las duras ramas secas y extraje un racimo de moras que estaba milagrosamente entero, jugoso y perfecto. Cada mora fue un estallido de alegría en la boca. Me comí dos puñados y me llené la falda con el resto; corrí a casa mientras me iban dejando unas manchas violáceas en el vestido, y mi madre se echó a llorar de horror cuando me vio las manchas en la cara. No enfermé: aquella zarza había escapado de la maldición del Bosque, y las moras estaban buenas. Sin embargo, sus lágrimas me aterrorizaron; pasé años rehuyendo las moras.
Ese año el Dragón había sido convocado a la corte. No tardó en regresar, cabalgó directo a los campos e invocó un fuego mágico que quemase todas las cosechas contaminadas, todos los cultivos envenenados. Hasta ahí, era su deber, pero acto seguido recorrió todas las casas en las que alguien había enfermado y les dio a probar un aguardiente mágico que les aclaró la mente. Dio la orden de que las aldeas más al oeste, que habían escapado de la plaga, compartiesen sus cosechas con nosotros, e incluso renunció por completo a su tributo de ese año para que ninguno de nosotros muriese de hambre. La siguiente primavera, justo antes de la siembra, volvió a recorrer los campos para quemar los pocos restos corrompidos antes de que pudiesen volver a echar raíces.
De todos modos, y a pesar de lo mucho que había hecho por nosotros, no le teníamos afecto. Jamás salía de su torre para invitar a los hombres a una ronda en la época de la cosecha como sí lo hacía el barón de las Marismas Amarillas, o a comprar alguna baratija en la feria como tan frecuentemente hacían la dama del barón y sus hijas. En ocasiones, unos grupos ambulantes representaban obras, o llegaba algún músico por el paso de las montañas desde Rosya. Él nunca iba a verlos. Cuando los carreteros le llevaban su tributo, las puertas de la torre se abrían solas, y ellos le dejaban todas las mercancías en la despensa sin verlo siquiera. Nunca cruzaba más de un puñado de palabras con la corregidora de nuestra aldea, ni siquiera con el alcalde de Olshanka, el pueblo más grande del valle, que estaba muy cerca de su torre. No trataba de ganarse nuestro cariño en absoluto; ninguno de nosotros lo conocía.
Y era desde luego un maestro de la brujería oscura. Los relámpagos destellaban alrededor de su torre en las noches despejadas, incluso en invierno. Las pálidas volutas que él liberaba desde su ventana recorrían de noche los senderos y bajaban por el río camino del Bosque para vigilarlo en su nombre. Y a veces, cuando el Bosque atrapaba a alguien —una pastorcilla que se había acercado demasiado al lindero detrás de su rebaño; algún cazador que hubiera bebido del manantial inapropiado; un desafortunado viajero que cruzase el paso de las montañas tarareando una tonada que no lograra quitarse de la cabeza—, bueno, el Dragón bajaba también de su torre a buscarlos; y aquellos a los que él se llevaba jamás regresaban.
No era malvado, pero sí frío y terrible. Y se iba a llevar a Kasia, así que le odiaba, llevaba odiándolo años y años.
Mis sentimientos no cambiaron en el transcurso de aquella noche. Kasia y yo nos comimos las castañas. El sol descendió y nuestra fogata se consumió, pero nosotras nos quedamos en aquel claro mientras duraron los rescoldos. Tampoco teníamos que irnos muy lejos a la mañana siguiente. La fiesta de la cosecha se solía celebrar en Olshanka, pero en un año de elección, siempre se celebraba en una aldea donde viviese al menos una de las muchachas para facilitarle un poco el camino a las familias. Y nuestra aldea tenía a Kasia.
Odié al Dragón aún más al día siguiente, al ponerme mi elegante vestido verde. A mi madre le temblaban las manos mientras me trenzaba el pelo. Sabíamos que sería Kasia, pero eso no significaba que no tuviéramos miedo. Me recogí las faldas para alejarlas del suelo y subí a la carreta con tanto cuidado como pude, buscando con atención las astillas y dejando que mi padre me ayudase. Estaba decidida a hacer un especial esfuerzo. Sabía que no serviría para nada, pero quería que Kasia supiese que la quería tanto como para darle una oportunidad. No me iba a presentar hecha un desastre, ni me iba a poner bizca o a encorvarme, como hacían las chicas a veces.
Nos congregamos en el prado comunal de la aldea, las once que éramos, en una fila. Las mesas del banquete, muy cargadas, estaban dispuestas en un cuadrado, ya que no eran lo bastante grandes como para albergar el tributo del valle entero. Todo el mundo se había reunido a su alrededor. En las esquinas habían apilado sobre la hierba sacos de trigo y de avena formando pirámides. Éramos las únicas que nos encontrábamos de pie en el prado, con nuestras familias y nuestra corregidora, Danka, que se paseaba nerviosa de un lado a otro moviendo los labios en silencio mientras ensayaba su saludo.
No conocía mucho a las otras chicas. No eran de Dvernik. Todas guardábamos silencio, agarrotadas en nuestras elegantes vestimentas y con el pelo trenzado, observando el camino. Aún no había ni rastro del Dragón. Me pasaban por la cabeza fantasías disparatadas. Me imaginaba a mí misma tirándome delante de Kasia cuando llegara el Dragón, y diciéndole que me llevara a mí en su lugar o afirmando que Kasia no deseaba ir con él, pero sabía que me faltaba el valor para hacer nada de eso.
Y entonces llegó, de un modo horrible. No vino por el sendero, sino que apareció de la nada. Yo miraba hacia allí en ese momento: unos dedos en el aire, y después un brazo, una pierna y la mitad de un hombre, algo tan imposible y anormal que no podía dejar de mirarlo por mucho que tuviera el estómago doblado por la mitad. Los demás tuvieron más suerte. Ni siquiera repararon en él hasta que dio su primer paso hacia nosotros, y todos trataron de evitar un respingo de sorpresa.
El Dragón no era como ninguno de los hombres de nuestra aldea. Tendría que haber sido un anciano encorvado y canoso; llevaba un centenar de años viviendo en su torre, pero era alto, un hombre erguido y sin barba, con la piel tersa. De haberlo visto en la calle lo habría tomado por un joven, sólo un poco mayor que yo: alguien a quien podría haber sonreído desde el otro lado de las mesas del banquete, alguien que podría haberme pedido un baile. Pero en su rostro había algo antinatural: unas líneas en la comisura de sus ojos, como si estuviera fuera del alcance de los años, pero sí los hubiera vivido. Aun así no era un rostro feo, pero la frialdad lo hacía desagradable; en él todo te decía: «No soy uno de vosotros, ni tampoco quiero serlo».
Sus ropas eran suntuosas, por supuesto; el brocado de su zupan habría dado de comer a una familia durante un año entero, incluso sin los botones de oro. Sin embargo, era tan delgado como un hombre cuya cosecha se hubiera echado a perder tres años seguidos. Se le veía tenso, con la nerviosa energía de un perro de caza, como si estuviese deseando salir de allí cuanto antes. Era el peor día de nuestras vidas, pero a él no le quedaba paciencia para nosotras. Nuestra corregidora, Danka, inclinó la cabeza.
—Mi señor, permitid que os presente a estas...
—Sí, acabemos con esto —la interrumpió.
Sentía cálida la mano de mi padre sobre el hombro mientras él, de pie junto a mí, hacía una reverencia; la mano de mi madre se aferraba con fuerza a la mía al otro lado. Ambos retrocedieron a regañadientes con los demás padres. De manera instintiva, las once chicas nos aproximamos las unas a las otras. Kasia y yo nos hallábamos cerca del final de la fila. No me atreví a cogerle la mano, pero estaba tan cerca de ella que nuestros brazos se tocaron. Miré al Dragón y lo odié, y volví a odiarlo mientras él recorría la fila e iba levantando el rostro de cada muchacha, por el mentón, para mirarla a la cara. ´
No nos habló a ninguna. No le dijo ni una palabra a la que estaba a mi lado, la chica de Olshanka, aunque su padre, Borys, era el mejor criador de caballos del valle, y ella lucía un vestido de lana teñida de rojo vivo y llevaba los cabellos negros en dos largas y bellas trenzas entrelazadas con ribetes rojos. Cuando llegó mi turno, me miró con una arruga en el ceño —fríos ojos negros y labios pálidos y fruncidos—, y dijo:
—¿Tu nombre, niña?
—Agnieszka —dije yo, o traté de decir; descubrí que 18 tenía la boca seca. Tragué saliva—. Agnieszka —volví a decir en un susurro—. Mi señor. Me ardía la cara. Bajé la mirada. Vi que, a pesar de todo cuanto me había cuidado, tenía tres grandes manchas de barro en la falda que ascendían desde el dobladillo.
El Dragón avanzó. E hizo una pausa, mirando a Kasia, como no lo había hecho con ninguna de las demás. Permaneció allí con la mano debajo de la barbilla de ella, con una débil sonrisa complacida que le curvó los finos y duros labios, y Kasia lo miró con valentía y sin inmutarse. No trató de hacer que su voz sonara áspera ni chillona, ni nada que no fuese firme y musical al responder.
—Kasia, mi señor.
Él le volvió a sonreír, no con cortesía, sino con la expresión de un felino satisfecho. Continuó hasta el final de la fila como si no tuviera más remedio que hacerlo, sin apenas mirar a las dos muchachas que venían detrás de ella. Oí cómo Wensa tomaba aire de un modo que era casi un sollozo, a nuestra espalda, cuando él se volvió y regresó para observar mejor a Kasia sin borrar de su rostro aquella mirada de satisfacción. Y entonces frunció de nuevo el ceño, volvió la cabeza y me miró fijamente.
Yo me había olvidado de mí misma y había acabado cogiéndole la mano a Kasia. La estaba apretando con todas mis fuerzas, y ella correspondía. Se soltó a toda prisa, y yo junté las manos delante de mí temerosa, acalorada. Él se limitó a mirarme un poco entrecerrando los ojos. Luego alzó la mano, y en sus dedos cobró forma una minúscula esfera de llamas de color blanco azulado.
—Ella no tenía ninguna intención... —dijo Kasia, valiente a más no poder, de un modo en que yo no lo había sido por ella. Le temblaba la voz, pero era audible, mientras yo me estremecía como un conejillo sin apartar la mirada de la esfera—. Por favor, mi señor...
—Silencio, niña —dijo el Dragón, y extendió la mano hacia mí—. Tómala.
—Yo... ¿Qué? —respondí desconcertada.
—No te quedes ahí como una cretina —dijo él—. Tómala.
Me temblaba tanto la mano cuando la levanté que, por mucho que lo odiase, no pude evitar un roce contra sus dedos al coger la esfera; su piel ardía febril al tacto. La esfera de llamas, sin embargo, estaba fría como el mármol, y no me hizo ningún daño al tocarla. Sorprendida de puro alivio, la sostuve entre los dedos sin apartar la mirada de ella. Él me contempló con una expresión de fastidio.
—Bueno —dijo de mala gana—, entonces tú, supongo. —Tomó la esfera de mi mano y en un instante la encerró en el puño; se desvaneció tan rápido como había aparecido. Se volvió y le dijo a Danka—: Envíame el tributo cuando puedas.
Yo no lo había entendido aún. No creo que nadie lo hubiese comprendido, ni siquiera mis padres; todo había pasado demasiado rápido, y yo seguía impactada por el hecho de haber llamado siquiera su atención. Tampoco tuve ni la oportunidad de darme la vuelta y despedirme por última vez antes de que él regresara y me cogiese del brazo por la muñeca. Sólo Kasia se movió; volví la cabeza para mirarla y vi que estaba a punto de acercarse como para protestar, pero el Dragón tiró entonces de mí con impaciencia, me arrastró a trompicones y volvió a desvanecerse en el aire.
Yo tenía la otra mano contra la boca, sentía arcadas, cuando volvimos a aparecer de la nada. Al soltarme del brazo caí de rodillas y vomité sin ver siquiera dónde me encontraba. Masculló una exclamación de asco —le había salpicado la larga y elegante punta de la bota de cuero— y dijo:
—Es inútil. Deja de vomitar, niña, y limpia esta porquería. —Se apartó de mí y escuché el eco de sus tacones en las losetas. Desapareció.
Allí me quedé, temblando, hasta que tuve la certeza de que no iba a echar nada más, y entonces me limpié la boca con el dorso de la mano y levanté la cabeza. Me encontraba en un suelo de piedra, pero no de cualquier piedra, sino de puro mármol blanco surcado de vetas de un intenso verde. Era una estancia redonda y pequeña con troneras por ventanas, demasiado altas para mirar por ellas, aunque sobre mi cabeza el techo se inclinaba de forma abrupta. Estaba en lo más alto de la torre.
No había ningún mobiliario en la habitación, ni nada que pudiese emplear para fregar el suelo. Acabé echando mano de la falda de mi vestido: de todos modos ya estaba sucia. Pasados unos instantes, en los que permanecí sentada y me fui sintiendo cada vez más aterrorizada, como no sucedía nada en absoluto me puse en pie y me deslicé tímidamente por el pasillo. Habría tomado cualquier salida de la habitación que no fuese la que él había utilizado, de haber habido una. No la había.
No obstante, él ya se había marchado. El corto pasillo estaba vacío. Tenía bajo los pies el mismo mármol frío y duro, iluminado por una desagradable luz blanquecina que provenía de unas lámparas colgantes. No eran verdaderas lámparas, en realidad, sólo unos trozos de piedra clara y pulida cuyo interior brillaba. Únicamente había una puerta y, más allá de ésta, un arco al fondo que conducía a unas escaleras.
Empujé la puerta para abrirla y eché un vistazo al interior, nerviosa, porque eso era mejor que dejarla atrás sin saber lo que había dentro. Sin embargo, tan sólo daba paso a una habitación pequeña y despejada, con una cama estrecha, una mesita y un sencillo lavamanos. Tenía en el lado opuesto una ventana grande, y pude ver el cielo. Eché a correr hacia ella y me asomé al alféizar.
La torre del Dragón se erguía en las estribaciones del límite occidental de sus tierras. Todo nuestro largo valle se extendía hacia el este, con sus aldeas y sus granjas, y desde aquella ventana podía seguir el trazado entero del Huso, que discurría azul plateado por el centro, con el sendero pardo y polvoriento a su vera. El río y el camino discurrían juntos hasta el extremo opuesto de las tierras del Dragón, zambulléndose en franjas de arboledas y resurgiendo en las aldeas hasta que el camino disminuía para quedar en nada justo antes de la enorme maraña negra del Bosque. El río se adentraba a solas en sus profundidades y se desvanecía para no volver a salir jamás.
Allí estaba Olshanka, el pueblo más cercano a la torre, donde se celebraba el gran mercado los domingos: mi padre me había llevado en dos ocasiones. Más allá, Poniets, y Radomsko, que se arremolinaba en la orilla de su pequeño lago. Y allí estaba mi querida Dvernik con su amplia plaza verde. Pude ver incluso las grandes mesas blancas dispuestas para el banquete al que el Dragón no había querido quedarse, me deslicé hasta quedar de rodillas con la frente apoyada en el alféizar y lloré como una niña.
Pero mi madre no vino a posarme la mano sobre la cabeza; mi padre no tiró de mí y me levantó para hacerme reír y dejar atrás las lágrimas. Allí permanecí sola, sollozando hasta que la cabeza me dolió demasiado, y tras eso me sentí agarrotada y fría, tirada en aquel suelo tan duro que hacía daño; me goteaba la nariz y no tenía nada con lo que limpiarme.
Utilicé para ello otra parte de la falda y me senté en la cama tratando de pensar qué hacer. La habitación estaba vacía, aunque ventilada y arreglada, como si la acabasen de dejar. Y probablemente así era. Alguna otra joven había vivido allí durante diez años, sola por completo, mirando el valle. Ahora se había marchado a casa para despedirse de su familia, y la habitación era mía.
En la pared frente a la cama colgaba un único cuadro en un marco dorado. No tenía ningún sentido, demasiado grande para aquella habitación diminuta, y no era un cuadro, en realidad: tan sólo una franja ancha de color verde pálido, gris parduzco en los bordes, con una brillante línea azul plata que la atravesaba por el centro trazando suaves curvas y otras líneas plateadas más estrechas que surgían de los márgenes para llegar a su encuentro. Me quedé mirándolo y me pregunté si también sería mágico. Jamás había visto nada parecido.
Pero en ciertos lugares a lo largo de la línea plateada había círculos pintados en intervalos que me resultaban familiares, y pasado un instante caí en la cuenta de que el cuadro también era el valle sólo que plano, tal y como lo habría visto un pájaro desde las alturas. Aquella línea plateada era el Huso, que discurría por el valle desde las montañas y se adentraba en el Bosque, y los círculos eran las aldeas. Los colores eran vibrantes, la pintura satinada y en un relieve de minúsculos picos. Casi podía ver las ondulaciones en el río, el brillo de los rayos del sol sobre sus aguas. Te atraía y lograba que no quisieras dejar de mirarlo, sin descanso. Pero al mismo tiempo no me gustaba. Era una caja dibujada alrededor del valle vivo, que lo enclaustraba, y mirarlo hacía que yo misma me sintiera encerrada.
Aparté la mirada. No me veía capaz de quedarme en la habitación. No había desayunado nada, ni cenado la noche anterior; todo aquello había sido un trago muy amargo. Debería tener menos apetito ahora, cuando me había sucedido algo peor que cualquier cosa que me hubiera imaginado, pero, en cambio, tenía un hambre que hasta me dolía, y no había ningún criado en la torre, así que nadie iba a traerme la cena. Entonces se me ocurrió algo peor: ¿y si el Dragón esperaba que le llevase yo la suya?
Y, acto seguido, algo todavía peor que eso: ¿y después de la cena? Kasia siempre decía que ella creía a las mujeres que regresaban, que el Dragón no les ponía la mano encima. «Hace ya un centenar de años que se lleva chicas —decía siempre con firmeza—. Una de ellas lo habría admitido y se habría sabido.»
Sin embargo, unas semanas atrás, Kasia le había pedido en privado a mi madre que le contase qué sucedía cuando una joven se casaba, que le explicase lo que le habría contado su propia madre la noche antes de su boda. Las oí por la ventana al regresar de los bosques, me quedé escondida y escuché mientras unas lágrimas ardientes me caían por las mejillas. Estaba enfadada, muy enfadada por mi amiga Kasia.
Ahora, ésa sería yo. Y yo no era valiente, me veía incapaz de respirar hondo para no quedarme agarrotada, tal y como mi madre le dijo a Kasia que hiciese para que no le doliera. Me descubrí imaginándome por un terrible momento el rostro del Dragón muy cerca del mío, más aún que cuando me había inspeccionado en la elección: sus ojos negros, fríos y brillantes como una piedra, esos dedos, duros como el hierro, tan extrañamente cálidos, apartando el vestido de mi piel mientras él me miraba con esa perfecta sonrisa de satisfacción. ¿Y si todo él era tan ardiente y lo fuera a sentir casi como un tizón al rojo, por todo el cuerpo, mientras él se colocaba sobre mí y...?
Me sacudí de encima estos pensamientos y me puse en pie. Eché un vistazo a la cama y a aquella habitación pequeña y cerrada sin ningún lugar donde esconderse, y acto seguido salí y recorrí de nuevo el pasillo. Allí estaba la escalera, al fondo, que descendía en una espiral cerrada, de forma que no podía ver lo que me aguardaba a la vuelta. Puede parecer estúpido tener miedo de bajar por una escalera, pero yo estaba aterrorizada. Estuve a punto de volver a la habitación. Acabé poniendo una mano sobre la pared de piedra lisa y bajé despacio, situando ambos pies en cada peldaño y deteniéndome a escuchar antes de seguir bajando.
Después de haber descendido una vuelta entera y que nada se me hubiese echado encima, empecé a sentirme como una idiota y a caminar más rápido. Pero di otra vuelta sin llegar aún a un descansillo; y otra vuelta más, y de nuevo comencé a sentir miedo, esta vez de que la escalera fuese mágica y continuara así para siempre, y..., bueno. Empecé a ir más y más rápido y bajé tres escalones de golpe hasta un descansillo, entonces me di de bruces con el Dragón.
Yo era escuálida, pero mi padre era el hombre más alto de la aldea, y yo le llegaba por el hombro, y el Dragón no era un hombre muy grande. Casi nos caímos juntos por las escaleras. Se agarró de la barandilla con una mano, rápido, me cogió del brazo con la otra y de algún modo se las arregló para evitar que ambos aterrizásemos en el suelo. Me encontré muy inclinada sobre él, aferrada a su abrigo y mirando fijamente su asombrado rostro. Por un segundo permaneció demasiado perplejo como para pensar, y cobró el aspecto de un hombre normal y corriente sobresaltado por algo que se le abalanza, con una expresión un poco tonta y blanda, los labios separados y los ojos muy abiertos.
Yo misma estaba tan sorprendida que no moví un músculo, permanecí quieta, mirándole impotente y boquiabierta, y él se recuperó enseguida; una expresión iracunda le barrió la cara, y me puso de pie en el suelo de un empujón. Entonces reparé en lo que acababa de hacer y, antes de que él pudiese hablar, solté en un ataque de pánico:
—¡Estoy buscando la cocina!
—Desde luego —dijo él con suavidad.
Su expresión ya no tenía nada de blando, y no me había soltado el brazo. Me agarraba con mucha fuerza, me hacía daño; podía sentir el calor a través de la manga del vestido. Me atrajo hacia él de un tirón y se inclinó hacia mí, y creo que le hubiera gustado mirarme desde más arriba, y que el hecho de no poder le enfadaba todavía más. De haber tenido un instante para pensarlo, me habría echado hacia atrás para parecer más pequeña, pero estaba demasiado cansada y asustada, así que su rostro quedó justo ante el mío, tan cerca que tuve su aliento en los labios y sentí su frío y malicioso susurro:
—Quizá debería mostrarte yo el camino.
—Yo puedo..., puedo... —intenté decir, temblando y tratando de apartarme de él.
Se volvió y me arrastró escaleras abajo mientras dá- bamos vueltas y más vueltas, cinco esta vez, antes de llegar al siguiente descansillo, y después otras tres vueltas más, la luz cada vez más tenue, antes de sacarme a rastras hacia el piso inferior de la torre, una sola estancia enorme sin muebles, un calabozo de piedra viva con una enorme chimenea en forma de boca de la que se elevaban llamas endemoniadas.
Me acercó a la chimenea y, por un instante aterrador, pensé que pretendía tirarme dentro. Era fuerte, mucho más de lo que correspondería a su tamaño, y no le había costado llevarme escaleras abajo detrás de él, pero no iba a permitir que me echase al fuego. Yo no era una niña fina y callada; me había pasado toda la vida corriendo por los bosques, trepando a los árboles y atravesando zarzas, y el pánico me daba fuerzas. Chillaba mientras él tiraba de mí para acercarme más, y me retorcí en un arrebato de forcejeos y zarpazos hasta que, esta vez sí, conseguí tirarlo al suelo.
Caí con él. Nuestras cabezas golpearon contra las losetas del suelo, y permanecimos tumbados y aturdidos un momento con las extremidades entrelazadas. El fuego saltaba y crepitaba junto a nosotros y, a medida que se me pasaba el pánico, advertí que en la pared de al lado había las portezuelas de hierro de un horno, un espetón de asar delante y, encima, una amplia balda con cacerolas para cocinar. Sólo era la cocina.
Pasado un segundo, me dijo en un tono casi maravillado:
—¿Has perdido el juicio?
—Creía que me ibais a meter en el horno —dije, aún aturdida, y me eché a reír.
No era una risa de verdad: a esas alturas estaba medio histérica, hecha un nudo y hambrienta, con magulladuras en los tobillos y en las rodillas después de haber sido arrastrada por las escaleras, tenía un dolor de cabeza como si me hubiese roto el cráneo, y simplemente no podía parar.
Sólo que él no sabía eso. Todo cuanto sabía era que la estúpida cría de la aldea que había escogido se estaba riendo de él, el Dragón, el más grande mago del reino y su amo y señor. No creo que nadie se hubiera reído de él en un centenar de años. Liberó a empujones sus piernas de entre las mías, se puso en pie y me miró desde lo alto, indignado como un gato. Yo me reí con más fuerza, y él me dio la espalda de forma abrupta y me dejó allí riéndome en el suelo, como si no se le ocurriera qué otra cosa hacer conmigo.
Una vez se hubo marchado, mis risas disminuyeron hasta desvanecerse, y de algún modo me sentí menos vacía y temerosa. Al fin y al cabo, no me había metido en el horno, ni siquiera me había azotado. Me levanté y observé la estancia: costaba verla, porque la luz de la chimenea era muy intensa y porque no había más luces encendidas, pero cuando me mantuve de espaldas a las llamas sí logré distinguir la habitación: había huecos y paredes bajas con estantes repletos de brillantes botellas de cristal, y vino, advertí. Mi tío había traído una vez una botella a casa de mi abuela, por el solsticio de invierno.
Vi un montón de provisiones: barriles de manzanas empaquetadas en paja, sacos de patatas, zanahorias y chirivías, largas ristras de cebollas. En una mesa en el centro de la estancia vi un libro puesto de pie que tenía al lado una vela apagada, un juego de escritorio y una pluma. Al abrirlo encontré un registro de todas las provisiones escrito con letra firme. Al final de la primera página había una nota escrita con letra muy pequeña; cuando encendí la vela y me agaché, apenas pude leerla:
Desayuno a las ocho, comida a la una, cena a las siete. Deja la comida lista en la biblioteca, cinco minutos antes, y ni te hará falta verle —no tenía que decir a quién— en todo el día. ¡Valor!
Gran consejo. Aquel «¡Valor!» era como el roce de una mano amiga. Me aferré al libro y lo apreté contra mí, sintiéndome menos sola por primera vez en todo el día. Parecía aproximarse el mediodía, y el Dragón no había comido en nuestra aldea, así que empecé a pensar en la cena. No era una gran cocinera, pero mi madre había insistido hasta que fui capaz de preparar un menú, y yo me encargaba de recolectar los alimentos para la familia, de manera que sabía diferenciar bien lo fresco de lo podrido y si una pieza de fruta estaría dulce o no. Nunca había tenido tantas provisiones a mi disposición: había incluso cajones de especias que olían como la tarta del solsticio de invierno, y un tonel entero lleno de sal gris, fresca y suave.
En un extremo de la estancia había un lugar extrañamente frío donde hallé carne colgada: un venado entero y dos liebres grandes; también había un cajón con paja repleto de huevos. Una barra de pan fresco y ya horneado descansaba envuelta en un paño en el hogar, y a su lado descubrí una cacerola entera de estofado de conejo, alforfón y guisantes pequeños. Lo probé: era digno de un día de fiesta, salado y un poco dulce, y tan tierno que se deshacía en la boca; otro regalo de aquella mano anónima del libro.
Yo no sabía cómo preparar unos alimentos como aquéllos, en absoluto, y me daba pavor que el Dragón lo esperase. Pero, de todas formas, estaba inmensamente agradecida por tener aquella cacerola ya lista. Volví a colocarla en la rejilla sobre el fuego para que se calentase —y me manché el vestido al hacerlo—, puse dos huevos en un plato y lo metí en el horno para que se cociesen. Encontré una bandeja, un cuenco, un plato y una cuchara. Cuando el conejo estuvo listo, lo coloqué en la bandeja, corté el pan —tuve que cortarlo, porque había arrancado el extremo de la barra y me lo había comido mientras esperaba a que se calentara el conejo— y saqué mantequilla. Incluso asé una manzana con las especias: mi madre me había enseñado a hacerlo para nuestras cenas de los domingos en invierno, y aquí había tantos hornos que la pude asar mientras se preparaba todo lo demás. Hasta me sentí un poco orgullosa de mí misma cuando todo estuvo dispuesto en la bandeja: parecía una celebración, aunque extraña, con lo justo para un solo hombre.
La llevé escaleras arriba con cuidado, pero me di cuenta demasiado tarde de que no sabía dónde estaba la biblioteca. De haberlo pensado un poco, habría llegado a la conclusión de que no se encontraba en el piso más bajo, y así era, desde luego, aunque no lo descubrí hasta después de haberme paseado con la bandeja por un enorme salón circular con las ventanas cubiertas por unas cortinas y un sólido sillón con aspecto de trono al fondo. En la otra punta había una puerta, pero al abrirla me topé tan sólo con el vestíbulo de entrada y las enormes puertas de la torre, tres veces más altas que yo y atrancadas con un grueso tablón de madera en unos soportes de hierro.
Di la vuelta, regresé por el pasillo hacia las escaleras, subí hasta el siguiente descansillo y allí vi el suelo de mármol cubierto con unas suaves pieles. Jamás había visto una alfombra hasta entonces. Por eso no había oído los pasos del Dragón. Recorrí el pasillo sigilosa e inquieta, y me asomé a la primera puerta. Retrocedí a toda prisa: la habitación estaba llena de mesas alargadas, botellas extrañas, pociones burbujeantes y chispazos antinaturales de colores que no surgían de chimenea alguna; no quise pasar un segundo más allí dentro. Pero aun así me las ingenié para engancharme el vestido en la puerta y rasgarlo.
Por último, la puerta siguiente, al otro lado del pasillo, daba acceso a una habitación rebosante de libros: estanterías de madera repletas de ellos desde el suelo hasta el techo. Olía a polvo, y sólo había unas pocas ventanas estrechas que arrojaran luz al interior. Me alegré tanto de haber encontrado la biblioteca que al principio no me di cuenta de que el Dragón estaba allí: sentado en una pesada silla con un libro en una mesilla sobre sus piernas, tan grande que cada página tenía la longitud de mi antebrazo, con un candado de oro colgando de la cubierta del volumen abierto.
Me quedé petrificada mirándole, como si me hubiese traicionado el consejo del libro. De algún modo había supuesto que el Dragón se quitaría oportunamente de en medio hasta que yo tuviera la oportunidad de llevarle la comida. Él no había levantado la cabeza para mirarme, pero en lugar de desplazarme en silencio con la bandeja hasta la mesa del centro de la sala, dejarla allí y marcharme corriendo, permanecí en el umbral y dije:
—He..., he traído la cena. —No quería marcharme hasta que él me lo indicase.
—¿De verdad? —dijo él, cortante—. ¿Sin caerte en una fosa por el camino? Estoy sorprendido. —Entonces sí me miró y frunció el ceño—. ¿O sí te has caído en una fosa?
Bajé la vista. La falda tenía una mancha enorme y fea de vómito —la había limpiado lo mejor que pude en la cocina, pero no había salido del todo— y otra allá donde me había sonado la nariz. Había tres o cuatro manchas de estofado y unas cuantas salpicaduras más de la palangana en la que había fregado los cacharros. El dobladillo continuaba embarrado desde la mañana, y ya le había hecho unos cuantos rotos más sin darme cuenta. Mi madre me había trenzado y enrollado el pelo esa mañana y me lo había recogido, pero los moños se me habían ido deshaciendo, y ahora no eran más que unos nudos enmarañados que me colgaban a la altura del cuello.
No me había dado cuenta; no era nada que se saliese de lo normal en mí, salvo que bajo aquel desastre llevaba un bonito vestido.
—Estaba..., he cocinado y he limpiado... —traté de explicar.
—Lo más sucio que hay en toda esta torre eres tú —dijo él.
Cierto, aunque cruel de todas formas. Me sonrojé y me dirigí cabizbaja hacia la mesa. Lo coloqué todo y lo revisé, y con una sensación de pesadumbre reparé en que con el tiempo que me había pasado dando vueltas, todo se había quedado frío excepto la mantequilla, que ahora era una masa reblandecida en su platito. Hasta mi maravillosa manzana asada se había solidificado.
Me quedé mirándolo consternada, tratando de decidir qué hacer. ¿Debería llevármelo todo abajo? ¿O a lo mejor no le importaba? Me di la vuelta para mirarle y casi grito. Se hallaba justo detrás de mí observando la comida por encima de mi hombro.
—Ya veo por qué temías que te asase —dijo mientras se inclinaba para levantar una cucharada del estofado después de atravesar la capa de grasa que se enfriaba en la superficie, y volvió a vaciarla en el cuenco—. Tú serías mejor plato que esto.
—No soy una cocinera espléndida, pero... —empecé a decir con la intención de explicarle que no era tan horrible, sólo que no estaba acostumbrada; él me interrumpió con un bufido.
—¿Hay algo que sepas hacer? —me preguntó en tono de burla.
Si estuviese más preparada para servir; si alguna vez se me hubiera ocurrido que de verdad podía elegirme a mí; si me hubiese preparado; si me hubiera sentido menos triste y agotada y si me hubiese sentido un poco orgullosa de mí en la cocina; si él no me hubiese tomado el pelo por ir hecha un trapo, como lo hacían todos mis seres queridos, pero con malicia en lugar de afecto... Si se hubiera dado alguna de esas cosas, y si yo no me lo hubiese llevado por delante en las escaleras, es probable que me hubiese limitado a sonrojarme y a salir corriendo.
En cambio, lo que hice fue tirar la bandeja sobre la mesa, fuera de mí, y gritar:
—¡¿Por qué me habéis escogido a mí, entonces?! ¡¿Por qué no os habéis llevado a Kasia?!
Cerré el pico en cuanto lo hube dicho, avergonzada 35 y horrorizada. Estaba a punto de abrir la boca para retirarlo, para decirle que lo sentía, que no iba en serio, que no insinuaba que debería ir y llevarse a Kasia en mi lugar; que le prepararía otra bandeja...
—¿A quién? —preguntó él con impaciencia. Lo miré boquiabierta.
—¡A Kasia! —exclamé, pero él se limitó a mirarme como si estuviera dando más pruebas de mi imbecilidad, y en la confusión olvidé mis nobles intenciones—. ¡Os la ibais a llevar a ella! Ella es..., es lista y valiente, y una cocinera espléndida, y...
A cada instante parecía más irritado.
—Sí —me interrumpió entre dientes—, recuerdo a esa niña: ni tenía cara de caballo ni era un desastre espantoso, y me imagino que tampoco estaría refunfuñándome en este preciso momento: ya basta. Vosotras, las aldeanas, sois todas un tedio al principio, unas más y otras menos, pero tú estás demostrando ser verdadera y notablemente incompetente.
—¡Pues no tenéis que quedaros conmigo! —estallé, herida y enfadada, irritada y con cara de caballo.
—Muy a mi pesar —dijo él—, ahí es donde te equivocas.
Me cogió la mano por la muñeca y me dio rápidamente la vuelta: permaneció a mi espalda, muy cerca, y me estiró el brazo sobre la comida en la mesa.
—Lirintalem —dijo, una palabra extraña que sonó líquida en sus labios y resonó nítida en mis oídos—. Dilo conmigo.
—¿Qué? —Jamás había oído esa palabra.
Sin embargo, él se aproximó más aún y presionó contra mi espalda, me acercó la boca al oído y susurró, terrible:
—¡Dilo!
Temblé, y tan sólo con la esperanza de que me liberase, la dije con él, «Lirintalem», mientras me sostenía la mano extendida sobre la comida.
El aire se onduló sobre las viandas, una visión horrible, como si todo el mundo fuera un estanque en el que él tiraba piedras. Cuando se asentó de nuevo, la comida había cambiado por completo. Donde estaban los huevos cocidos había un pollo asado; en lugar del cuenco de estofado de conejo, un montón de habas de primavera pequeñitas y frescas, aunque hacía siete meses que no era temporada; en lugar de la manzana asada, una tartaleta de rodajas de manzana finas como el papel, salpicada de pasas gruesas y bañada en miel.
Me soltó. Me tambaleé y me agarré al borde de la mesa, sentía los pulmones vacíos como si alguien se me hubiera sentado en el pecho; como si me hubiesen estrujado para sacarme el zumo como a un limón. Los ojos me hicieron chiribitas, y me incliné medio desmayada. Lo veía de forma distante, cómo observaba él la bandeja con un extraño gesto en la frente fruncida, como si estuviera al tiempo sorprendido e irritado.
—¿Qué me habéis hecho? —susurré cuando pude volver a respirar.
—Deja de quejarte —dijo con desdén—. No es nada más que un conjuro. —Cualquier sorpresa que hubiera podido sentir se había desvanecido; hizo un gesto con la mano hacia la puerta conforme se sentaba a la mesa ante su comida—. Muy bien, márchate. Está claro que me harás desperdiciar una desmesurada cantidad de tiempo, pero por hoy ya he tenido suficiente.
Por lo menos, estaba encantada de obedecer aquello. No traté de recoger la bandeja, me limité a salir despacio y en silencio de la biblioteca con la mano acunada contra el cuerpo. Aún me notaba tan débil que trastabillaba. Tardé cerca de media hora en llegar al piso más alto, escaleras arriba, después me metí en la pequeña habitación y cerré la puerta, empujé el tocador para ponerlo delante y me dejé caer en la cama. Si el Dragón se acercó hasta la puerta mientras dormía, yo no oí nada.
Extracto de Un cuento oscuro, © Naomi Novik/Planeta, 2016. La traducción es de Julio Hermoso.
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Hace mucho tiempo que no oyes el suave sonido de la pluma rasgando el pergamino, así que busca en la estantería más cercana y recita los versos apropiados, pero sé cuidadoso o terminarás en la sección prohibida. ¡Por Crom! Los dioses del acero te lo agradecerán.